Llamamos apego al vínculo emocional que se establece, no necesariamente de una sola vez, sino paulatinamente, entre la madre y su hijo. Factores de la naturaleza como el aspecto de las crías o la necesidad de criarlas durante un determinado período de tiempo favorecen la formación de este vínculo entre la madre y su bebé.
El apego es un vínculo muy especial, estrecho y cálido, que se establece entre el bebé y sus padres y que facilita la crianza. A los hijos les asegura que van a ser cuidados de forma adecuada, y a los padres les proporciona satisfacción por su tarea.
El apego ha sido muy estudiado tanto desde el campo de la psicología como de la etología (ciencia que estudia el comportamiento de las especies animales, incluido el hombre).
Todas las especies animales que dedican un tiempo al cuidado de sus crías (crianza) desarrollan vínculos de apego.
En el desarrollo de este vínculo intervienen factores físicos como:
Para que el bebé sea atractivo para sus padres, de forma que ellos lo cuiden a lo largo del tiempo que va a necesitar para desarrollarse y ser autónomo, la naturaleza dota a las crías de todas las especies de unos rasgos físicos similares en cierto modo:
- Cabeza grande en proporción con el cuerpo
- Frente amplia y prominente
- Ojos grandes y brillantes
- Rasgos pequeños y suaves, no angulosos ni prominentes
- Un olor y una suavidad especiales
Todos estos rasgos como de «muñeco de peluche» atraen la simpatía de los adultos hacia las crías, especialmente las suyas propias. Esto permite establecer un vínculo muy poderoso que permitirá, más adelante, que esos padres se responsabilicen del cuidado de sus hijos a lo largo del tiempo y en circunstancias difíciles a veces.
Entre los humanos también se produce este vínculo. De hecho es vital, puesto que la crianza de nuestra especie dura más que la de ninguna otra.
El apego se produce de forma instintiva. Aunque en nuestra civilización parece que los instintos tienen escasa relevancia, persisten subyacentes y realizan su labor protectora de la especie.
Sin embargo, en ocasiones se han propuesto ciertas prácticas culturales que son totalmente opuestas a ese instinto de cuidar al hijo, por ejemplo, el consejo tan extendido de que «hay que dejar que el bebé llore, para que no se haga consentido». Cualquier mujer, medianamente sensible, cuando oye llorar a su hijo, siente un impulso fortísimo de tomarlo en brazos para saber qué le pasa y consolarlo.
Si no se tiene apego por la propia cría, si no se siente ternura hacia ella, difícilmente se soportarán las noches en vela, las enfermedades, las rabietas, los gastos, etc. de la larga crianza de los hijos.
El vínculo del apego no se produce de golpe, ni en un solo día, sino que se elabora y fortalece a lo largo de mucho tiempo. Requiere ciertas condiciones por parte del adulto, entre ellas, el admitir la existencia de ese instinto y el deseo de querer a alguien.
Algunas mujeres, tras conocer a su bebé, han dicho o pensado «debo de ser una mala madre porque no siento nada hacia este bebé arrugado que me acaban de traer y «dicen» que es hijo mío». Es bastante natural, sobre todo si la vivencia del parto ha sido difícil o si el bebé ha sido trasladado a otro lugar para ser observado.
Posteriormente, día a día, tras ver, oler, tocar y tener al niño cerca, se empieza a sentir que, en efecto, ese hijo es algo propio, y se le empieza a querer.
El hecho de tener que amamantar o alimentar frecuentemente a los bebés es un «truco» de la naturaleza para que se produzca el apego. Los animales cuyos bebés tardan más tiempo en emanciparse amamantan con más frecuencia que los que tienen un corto periodo de crianza.