Siempre he tenido complejo de niña gorda, y los años de filete a la plancha y judías verdes no se superan tan fácilmente. Creo que hice mi primer régimen para entrar en el traje de comunión de mi esbelta prima Patricia, y desde entonces las relaciones entre el espejo y servidora han pasado por todo tipo de altibajos.
A día de hoy estoy contenta porque queda superada la difícil barrera del primer trimestre, en la que amén de los miedos a que el niño se afiance, esa sospechosa tripa cervecera (por la que la gente de poca confianza mira con disimulo y apenas se atreve a preguntar) ha pasado a ser una evidente pancita de embarazada que luzco llena de orgullo. Y ya se sabe que en los segundos embarazos el cuerpo está dado de sí (que me lo ha dicho mi médico), por lo que no hay que agobiarse ante cariñosos comentarios del tipo: “¡Hija, qué barbaridad!, si parece que estás de seis meses. A ver si te cuidas un poco.” (Es que la confianza de una madre, a veces da asco). No obstante, me digo a mí misma que no hay que abandonarse, y a parte de prometer no robarle más batidos y galletas a Sarita, me propongo caminar más y renovar mi vestuario.
Una ya puede permitirse los garbeos por las tiendas de ropa premamá, y aunque la experiencia previa me recuerda que la inversión en trapitos es poco práctica (algo así como la pasta del traje de novia que sabes que no volverás a utilizar -o eso espero-) las tendencias han cambiado desde mi último embarazo, y no se trata de ir hecha una adefesio.
Cuando me dirijo en metro a unos grandes almacenes para mis nuevas adquisiciones sucede un extraño fenómeno. Al entrar en el vagón, con todos los asientos ocupados, la gente (y sobre todo los hombres, lo juro, no es prejuicio) empieza a devorar con fruición sus periódicos gratuitos, se concentra potentemente en un punto del suelo o directamente cierra los ojos. Parece que mi “evidente” tripa ha dejado de serlo, y me fastidia, lo reconozco, ver cómo los asientos reservados para discapacitados, ancianos, embarazadas etc. son “invadidos” por personas incapaces de cederlos a los que realmente tienen el derecho de utilizarlos. En esos momentos me gustaría ser como mi amiga Bea, “chica de metro” por antonomasia y embarazada cuarentona, que ya de vuelta de todo no tiene el menor reparo en lanzar esta frase al tendido en semejantes situaciones: “Señores, ¿serían tan amables de dejarme alguno de los sitios reservados para embarazadas?”. Así, con un par. Y la tía lo hace con tal elegancia que logra que ni siquiera se violenten por no habérselo ofrecido de motu propio.
En fin, en mi caso he de reconocer que solo hube de esperar un par de estaciones para que una chica se percatara de mi panza y me ofreciera amablemente su sitio, pero me pregunto cómo afrontarán esta escena las miles de embarazadas que toman el metro cada mañana en plena hora punta.
¿Es que estamos sin civilizar? ¿Es que todos aquellos que no mueven el trasero de su asiento se creen no serán un día ancianos, padres o se romperán una pierna?
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